En continuidad con el evangelio del domingo pasado, en que el anciano Simeón nos presentaba a Jesús como "Luz para iluminar a las naciones", el Señor nos dice hoy "Ustedes son la luz del mundo".
No puede ser más claro: porque el Señor es la luz del mundo, sus discípulos y misioneros son los portadores de esa luz, es decir, de Cristo, en su misión. Pero esa misión es la misma que el Padre encomendó al Señor, y éste a su Iglesia, que la realiza en la historia con la fuerza del Espíritu Santo. Es lo que destaca hoy san Pablo cuando dice que su predicación es "demostración del poder del Espíritu", y no obra de su propia elocuencia.
El gran profeta Isaías nos ayuda hoy a comprender en qué consiste ser sal de la tierra y luz del mundo. Nos dice: "Si compartes tu pan con el hambriento y albergas a los pobres sin techo, si cubres al que ves desnudo y no te despreocupas de tu propia carne, entonces despuntará tu luz como la aurora". Y agrega: "Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna; si... sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía". En una frase: Cuando nos descentramos para ir en auxilio de los pobres, entonces somos luz del mundo.
¡Son esas las "buenas obras" de las que habla Jesús al final de evangelio de hoy!
¡Esa es la luz que debe brillar ante los ojos de los hombres!
Un cristiano egoísta, insensible a la miseria de la Humanidad, es un cristiano que no ha comprendido lo que es ser sal de la tierra y luz del mundo.
Una Iglesia rica, que no está cerca ni socorre a los pobres, sería una Iglesia en tinieblas, que escandalizaría a los pequeños y estaría lejos de la voluntad de Jesucristo.
El Señor fue luz en su paso por la Tierra; que su Espíritu nos ayude a continuar fielmente esa misión en el aquí y ahora de nuestra historia.
Comisión Nacional de Liturgia.
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