domingo, 18 de agosto de 2013

Fuego

Fuego era lo que vio Moisés, cuando sigilosamente se aproximaba a la zarza ardiente del Horeb.
Fuego, el calor que ardió en el corazón de los discípulos de Emaús, al sentir la proximidad del Señor que caminaba junto a ellos.
Fuego, la figura que tomó el mismo Espíritu Santo para animar la comunidad de la Iglesia naciente en Pentecostés.
Fuego es lo que Cristo en este evangelio de hoy quiere entregarnos. "He venido a traer fuego a la tierra, qué otra cosa he de querer sino que arda".
El fuego del que habla el Señor es el fuego del amor. Un amor que queme todo brote de injusticias; un amor que cauterice todas las heridas de nuestras almas; un amor que nos reúna en torno de sí, como el calor del hogar reúne a los que son de una misma familia. En la hora de la historia que nos ha tocado vivir, el mundo entumecido espera que ese fuego se propague. Y somos nosotros los llamados a encender nuestro corazón con ese amor que es capaz de salvar al mundo.
Es verdad que hacerlo no es tarea fácil. La fidelidad al señor tiene su precio. Y he aquí que no hay cristiano verdadero que no tenga unas horas como las de Jeremías. O como los que experimentó san Alberto Hurtado, a quien la Iglesia recuerda hoy, y a quien se le comparó precisamente con el fuego, "un fuego que enciende otros fuegos". Contemporáneos suyos, no lo comprendieron. Sufrió. Pero su lucha valía la pena.
Algunos hoy tampoco comprenden a la Iglesia. Hay aspectos de su mensaje que nuestra sociedad rechaza. Y se lucha contra ella. No importa. Siempre ha sido así. Llevemos por lo tanto en el corazón las palabras del apóstol: "Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús".
CONALI

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