El evangelio de
este domingo IV del tiempo ordinario es continuación del que se proclamó el
domingo pasado y nos relata la reacción que se produjo en la sinagoga de
Nazaret cuando Jesús por primera vez se levantó para hacer la lectura. El modo
como Jesús lee la Escritura es único; nadie puede leerla como él, porque él es
el único que puede leerla con autoridad, es decir, como su propia palabra. Por
eso, cuando Jesús concluyó la lectura y entregó el rollo al asistente, “los
ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él”. Podemos asegurar que estaban
impresionados y llenos de curiosidad.
Pero más
impactados quedaron con lo que Jesús dijo a modo de explicación: “Hoy se ha
cumplido esta Escritura que ustedes han escuchado”. La primera reacción ante
esta declaración fue muy favorable: “Todos daban testimonio de él y estaban
admirados por las palabras de gracia que salían de su boca”. Tenemos que volver
a examinar cuáles fueron esas palabras, que se estaban cumpliendo “hoy”, y qué
sentido tienen. Jesús había leído como referida a él una importante profecía de
Isaías que los comentaristas judíos, hasta hoy, refieren al Mesías, al Ungido,
al que todos esperaban como Salvador: “El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”. Los pobres, los cautivos,
los ciegos, los oprimidos, todos esperaban una gracia que se recibiría de aquel
ungido por el Espíritu; todas las deudas quedarían perdonadas en aquel Año del
Señor que él viene a proclamar. Las palabras de Jesús son palabras de gracia,
porque él declara que todo esto se cumple con su venida. ¡Era para admirarse!
Pero inmediatamente
surge la pregunta: “¿No es este el hijo de José, el carpintero”? El hecho de
que ni siquiera sus mismos coterráneos conozcan quien es Jesús es un testimonio
elocuente de su extrema humildad. Nos trae a la mente la síntesis de
cristología del himno de la carta de san Pablo a los filipenses: “Siendo de
condición divina… Cristo se vació de sí mismo, tomando la condición de esclavo,
haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su aspecto como un hombre”.
Surge todavía
otra objeción entre los oyentes. Si en Jesús se hace presente la gracia de la
salvación divina, ¿Por qué no ha comenzado a gozar de esa gracia, en primer
lugar, su propio pueblo de Nazaret? ¿Por qué no ha hecho aquí en su pueblo lo
que hemos oído que ha hecho en Cafarnaúm? Jesús los refiere a otras ocasiones
en la historia en que Dios ha obrado gracias, por medio de sus profetas, a
favor de hombres y mujeres que no eran de Israel: Elías fue enviado a una viuda
de Sarepta de Sidón y Elíseo curó de la lepra a Naaman el sirio. Lo que Jesús
está diciendo es que Dios no restringe su gracia sólo a Israel y que tampoco
pueden apropiarse de él solo los habitantes de Nazaret, el pueblo en que él se
crió. Es un primer anuncio de que el Mesías prometido a Israel no es el
salvador sólo de Israel y menos aún sólo de Nazaret, sino de todo el mundo.
Como prueba de eso la Iglesia de Cristo se encuentra hoy establecida en todo el
mundo, sin distinción de raza, pueblo, lengua y nación.
Esta afirmación
de Jesús terminó por desencadenar el enojo de los que le oían: “Todos se
llenaron de ira en la sinagoga oyendo estas cosas”. La ira llegó hasta el
extremo de querer acabar con él: “Lo arrojaron fuera de la ciudad, y lo
llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su
ciudad, para despeñarlo”. Jesús vino a dar su vida para ofrecer el rescate de
todos nosotros, pero no en ese momento ni tampoco en esa forma, como sigue
diciendo san Pablo a los filipenses: “Se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.
Si no los convencieron
las palabras de gracia de Jesús, los debió haber convencido algo que emanaba de
él que hizo que, no obstante ser muchos y estar movidos por una ira homicida,
no pudieran conseguir su objetivo. El Evangelio lo sugiere con una frase
conclusiva del episodio que revela la majestad de Jesús: “El, pasando por el
medio de ellos, se marchó”. Jesús no les dijo ninguna palabra de reproche, ni
les impuso algún castigo; pero sufrieron el mayor de los males, que es verse
privado de él mismo: “Jesús se marchó”. Nos hace recordar la palabra que nos
dirige el Señor en el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamó; si
alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y
él conmigo”. La advertencia es que, si no me abre, seguiré de largo.
Corresponde a una norma de conducta que Jesús da a sus enviados: “Si algún
lugar no los recibe y no los escucha márchense de allí”. Toda nuestra
preocupación en esta vida debe ser, entonces, acoger a Jesús para gozar de su
salvación.
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