Al comparar el evangelio con la vida de la mayor parte de nosotros, los cristianos, se siente un malestar... La mayor parte de nosotros ha olvidado que somos la sal de la tierra, la luz del mundo, la levadura de la masa... (Mt 5, 13-15). El soplo del Espíritu no anima a muchos cristianos; un espíritu de mediocridad nos consume.
Muchos nos ven como personas apocadas, tristes. Apegados a normas y morales, más que a la persona de Jesús.
Alberto Hurtado decía: En nuestro tiempo, se hace de la religión una formalidad mundana, un sentimentalismo piadoso, una policía pacífica: "No romper nada, ¡¡no permitir que nadie rompa nada!!". Así se podría expresar este cristianismo de buen tono, negativo, vacío de pasión, vacío de sustancia, vacío de Cristo, vacío de Dios. Un cristiano sin fuego y sin amor, de gente tranquila, de personas satisfechas, de hombres temerosos, o de los que gozan con mandar o desean ser obedecidos. "Un cristianismo así no hace falta". ¡Que fuertes palabras! ¡Y eso que fueron dichas hace más de 60 años y habiendo pasado un Concilio! ¡Parece que estamos muy lejos de la conversión de corazón!
En los primeros meses de su pontificado, el papa Francisco nos ha ido remeciendo lentamente, primero con sus testimonios y después con sus palabras dichas en tan diversos contextos y lugares. Cuando nos apegamos a normas y leyes ahogamos al Espíritu, nos convertimos en fariseos. Por ahí se experimentan sus enseñanzas fundamentales.
Pero felizmente, se encuentran en todas partes grupitos de cristianos que han comprendido el sentido del evangelio. Jóvenes deseosos de servir a sus hermanos; sacerdotes que llevan abierta la herida que no cesa de sangrar al ver tanto dolor, tanta injusticia, tanta miseria; hombres y mujeres que nos prolongan la presencia de Cristo entre nosotros, bajo un uniforme de trabajo, o un traje de fiesta. Son luminosos como Cristo, y bienhechores como él. Cristo está en ellos, y esto nos basta. No podemos menos de amarlo, nos tomamos de su mano y por ellos entramos en ese Cuerpo inmenso que anima el Espíritu; indicaba también Alberto Hurtado.
Aunque no actuemos adecuadamente el Espíritu Santo es más que nosotros, es más que nuestras comunidades, congregaciones, espiritualidades, etc. El Espíritu incluso, no debemos olvidar, es más que la Iglesia Católica, en su actuar y obrar. eso nos ayuda a relativizar los absolutos, a abrirnos a los otros, a ser oídos de las necesidades de las personas y del mundo todo. Nos evita, a su vez, ser "proselitistas", como decía el papa Francisco. Debemos ser acogedores, misericordiosos e interesarnos por el otro, sobre todo el que sufre. Pero si nos mueve la Ley como principio estamos expuestos a perder su espíritu, cayendo peligrosamente en la negación del valor pedagógico de la misma transformándola en un fin, cuando es un medio para.
Para este peligro de "asegurarnos" en los "mandatos", el Señor nos ha regalado el discernimiento. Discernimiento sobre todo espiritual. El que nos exige darnos cuenta que somos movidos por estímulos externos a nosotros, que entran dentro de nosotros y que nos pueden llevar a tomar decisiones de diversa índole, que incluso pueden estar muy reñidas con nuestra fe. Estos estímulos proceden del Buen y del Mal Espíritu. Debemos estar atentos a iluminar nuestras decisiones con la Ley, no absolutizándola, y poniéndola en dialogo con el discernimiento de espíritus para que todo nuestro obrar sea finalmente movido por la decisión madurada en el "santuario de nuestra conciencia".
Eso es vivir el Espíritu de la Ley.
P. JPC, s.j./ecc
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