viernes, 21 de diciembre de 2012

Santa María de Adviento

La figura de María no podía faltar en Adviento, como no puede faltar en ningún tiempo litúrgico. 
Lo deja bien claro toda la liturgia de este domingo. María, en efecto, es la Madre de Dios, la que nos trae al Hijo de Dios, al Mesías y Salvador de todos los hombres. Si en el Adviento nos preparamos a actualizar el misterio de esta venida en carne, la figura de María debe necesariamente hacerse presente.
Ella es descendiente de David, mujer de nuestra raza, la Madre del Mesías anunciado por los profetas. Pero es, al mismo tiempo, un modelo de santidad. Es humilde, pero la "bendita entre las mujeres"; es una mujer de fuerte experiencia de Dios, como ninguno de los hombres la ha tenido. "Dichosa tú, que has creído", le dirá Isabel, denotando su entrega confiada y total a la voluntad de Dios. Creyó en Dios y en su palabra, se rindió a Dios y a su voluntad, dijo un sí incondicional al Señor, se fío de su amor y se hizo su esclava para siempre. Entre María y Dios hubo una comunión ininterrumpida. De ella dirá San Agustín: "Concibió a Cristo antes en su corazón que en su seno".
Es aquí, en esa actitud de vacío y de fe, de amor y de confianza absoluta, donde Dios se encarna y llega  habitar entre nosotros. Es por la humilde esclava del Señor como tiene lugar la primera Navidad. Y es, de este mismo modo, como el Hijo de Dios continúa encarnándose y habitando entre nosotros, renovando e iluminando, comunicando su amor y paz. Es así, como la Navidad es una realidad perenne.

María, nuestro modelo y modelo de la Iglesia. 
Conviene, pues, acercarse a María para que nos descubra se "secreto" y haga de nosotros los "hijos de Dios" hoy, la mejor y más fiel representación de Cristo, pues a esto estamos llamados los cristianos. La Iglesia y el mundo necesitan que Dios siga naciendo en ellos. Esto será posible en la medida en que actuemos e imitemos las virtudes de María. La palabra de Dios, en el Evangelio, nos propone como medio la fe, y la segunda lectura insiste en la aceptación de la voluntad de Dios en nuestro propio ser; o lo que es lo mismo, la donación de la propia existencia y voluntad a la palabra de Dios, dando un sí absoluto al Señor.
Dios no se "encarna" en nuestro mundo tanto como desearía y los hombres, nuestros hermanos, siguen sufriendo una profunda hambre de Dios, porque los que tenemos el deber de testimoniarlo, no lo hacemos. Y no lo hacemos por nuestra tibieza, timidez y falta de confianza y entrega al Señor. Somos como Zacarías, que no creemos de verdad en el amor que Dios nos tiene y, por eso, nuestro amor es deficiente.
La Navidad debe suponer una renovación de nuestras personas y vida, así como, a través nuestro, de cuantos nos rodean. Dios tiene que nacer en nosotros y en nuestro mundo con nueva vitalidad. No podemos contentarnos con lo de siempre. Para lograrlo, hemos de acoger al Señor al modo de María.


















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